Sed
Su fascinación por las aguas tranquilas la acompañaba desde pequeña. Los mejores domingos eran aquellos que pasaba en el parque central, junto al lago poblado de colores y sonidos que le permitían refugiarse de los ruidos y apuros del resto de la ciudad.
No eran los ríos correntosos ni el mar golpeando imponente en las rocas de la playa, los que daban completud a su espíritu.
Su anhelo reclamaba lagos serenos y lagunas amplias que, insólitamente, sentía como propios. “Éste es mi verdadero lugar”, repetía una y otra vez, para preocupación de su familia, que intentó cambiar aquella sensación. Fue en vano.
Un detalle curioso es que su sed crecía proporcionalmente a su ansiedad. Reemplazó las copas por vasos, éstos por tazones y finalmente optó por servirse agua en grandes floreros, que bebía incontables veces durante el día, disfrutando del borbollón transparente cayendo como un rezongo leve.
En su necesidad de agua, la lluvia intensa fue otro motivo para su deseo. Su pulso acelerado le anticipaba los aguaceros y las tormentas.
Esa noche de Julio, los latidos le anunciaron el placer. Compartió, casi con dulzura, la cena familiar. Con el pretexto de una jaqueca evitó la sobremesa. Ya en su cuarto, una vez más sintió la urgencia de la sed y salió al balcón. Por la boca abierta dejó que la lluvia regara su garganta. Le pareció que su cuello era muy delgado, largo, casi interminable. Esa nueva sensación la impulsó a buscar mayor cantidad de agua. Recordó el lago del parque. Pensó que la luna, apenas visible tras los nubarrones, mezclaría sus tenues reflejos haciéndolo aún más frío y apetecible.
Trepó a la baranda, se estiró hasta una rama de la encina y bajó por el tronco.
La lluvia arreciaba y ella avanzó empujada por el viento. Ya no se traslucía la luna, ni la sed quemaba su garganta, en la que percibió un canto luchando por salir. Escuchó un gorjeo interno, aún lejano a sus oídos. Se sintió liviana. Desde arriba ubicó el lago y planeó hasta su centro. Un rayo la encegueció. Soltó su canto.
Al costado del lago, cayó el cisne muerto en la tormenta.
Diana Alvarez