El Juan
En un charco al costado de la ruta, tras del aguacero, quedaron iluminados pequeños trozos de piedra, casi redondos, brillantes, como rueditas de ágata.
Juan los observó asombrado, encorvándose sobre ellos con el chambergo aún húmedo ladeado sobre su cara, curtida y marrón. Miró el sol, ahora alto entre las nubes, y pensó que aún le quedaban unas horas de tarea, por lo que tardaría en regresar al rancho. Suspiró, recordó que su vivienda era sólida, bien protegida de los vientos, con un generoso parral, donde reponerse y ser feliz cada día al fin de sus labores, si no fuera por la Enriqueta. ¡¿Quién le hubiera dicho!? a él, que tanto hizo por conseguirla, que tras unos años de amañados iba a ser su condena el no atender a lo que siempre repetía su compadre: «El buey solo bien se lame». En fin, cosas de hombres que ven reinas cuando están relumbraditos.
Se subió al tractor y enfiló para el campo chico, pasando por las tres tranqueras de abedul que tendría que tensar nuevamente porque ya estaban aflojadas con tanto saltar, al gusto nomás, de los invitados del patrón. ¡Medios zonzos los pobres!, sólo sabían preguntar por el mate y los caballos, principalmente un pelirrojo con facha de míster que, cuando la vio a la Enriqueta, la entró a lisonjear a lo pavo, como suelen hacer los de la ciudad, y ella, a los treinta y seis, se sintió de quince, ¡si hasta cuatro copas de aguamiel le sirvió, sin importarle tener que roldanear el balde.
¡Pucha con la Enriqueta!, últimamente parecía una guaina grande y asustada, que empezaba a verse como la nuez: algo arrugada y con el centrito amargo. Habría que ver más adelante, a él siempre le gustaron las buenas mozas, si cambiaba ya se las arreglaría de alguna forma, después de todo eran muchas las veces en que todavía tenía apuro por tocar su pelo, oler las lavandas que ella ponía entre las sábanas, querendearla… Recordó que ya hacía rato no hablaban como antes, cuando no lloraba tanto porque él le gritaba, sin maldad, solo para que la tonta entendiera, mejor dicho: aprendiera, ¡él tenía tanto que enseñarle! ¿Qué le andaría pasando que ya no cantaba, ni tejía, ni siquiera lo contradecía? Bueno, ya bien sabía que las mujeres son raras, vuelteras. Sin embargo hoy le daría una sorpresa, ¡claro que sí!
Se metió en el sembrado y sacó cinco girasoles, les sacudió las semillas flojas, con la cuchilla cortó las hojas mustias, eligió algunas ramas verdes y ató el ramo con fibras de tallos secos.
Caminando a tranco largo llegó rápido y entró por el patio de atrás. La llamó una vez, dos, tres. Nada. No estaba. Ni Enriqueta ni sus cosas. Sobre la mesa, como una culebra muerta, quedó la rastra de monedas gastadas que ella le regaló la noche en que vino a quedarse. Hacía ¿cuántos años? ¿cuatro? No, cinco. «Cinco años y no te aguanto más: chau», había escrito la desgraciada en un papel cualquiera (siempre tan desordenada), ¿dónde vio él, antes, ese papel? ¡Ah!…era una hoja de la libreta grande, negra, toda llenita de fechas, en donde se la pasaba anotando cosas el míster ese que ¡casualmente! se había ido esa mañana.
Diana Alvarez